Por Sonia Abadi.
Hombres de campo que llegan a las orillas de la ciudad, inmigrantes sin familia que recalan en el puerto, hombres solos en busca del bien más preciado: la mujer.
Y el burdel como mágica vidriera en donde ellas se exhiben. Mujeres del interior del país o nacidas en el mismo arrabal, campesinas polacas traídas con engañosas promesas de matrimonio y rameras francesas más o menos experimentadas. Morenas las italianas y españolas, pálidas y rubias las rusas y alemanas.
Club de hombres antes que nada, lugar de encuentro de los varones porteños, en la salita se bebe, se conversa, se cierran negocios honestos o turbios y se pactan acuerdos políticos. Allí se alquilan o se compran las mujeres trofeo para lucirse ante los otros hombres.
Y entre la tertulia y los cuartos sórdidos de los lupanares o los cuartos lujosos de las “casas francesas”, el esparcimiento del baile, al son del violín o el bandoneón.
El tango es obligatorio para las mujeres del burdel, que lo practican entre ellas para iniciar a las nuevas pupilas. En las horas de la mañana, entre el lavado del cabello y el arreglo de la ropa, ellas se abrazan y bailan. Momento de placer e intimidad, gracia y ternura, libres del dominio del hombre.
La destreza en el baile es poder y prestigio, ya que la buena bailarina es elegida por los clientes y accede a ser la pareja del rufián más poderoso. En ese caso ella pelea por la posesión exclusiva de su hombre, confiada en el puñal que lleva siempre, escondido en la liga.
Para la sociedad de la época, ese baile maldito nacido en la clandestinidad, está prohibido. Pero las jóvenes sin derecho a la experiencia, sueñan con el tango, amante malevo y tierno que les hará conocer emociones fuertes.