jueves, 22 de julio de 2010

viernes, 25 de junio de 2010

lunes, 14 de junio de 2010

Tango y fútbol

Dos pasiones argentinas

jueves, 3 de junio de 2010

Historias de tango contadas y cantadas

Conferencia concert sobre el tango.
Voz y relatos: Sonia Abadi.
Guitarra y arreglos: Ricardo Rodríguez
El próximo martes 8 de junio a las 18:30 en Suipacha 1217

jueves, 6 de mayo de 2010

Me acobardó la soledad

Por Sonia Abadi

La especie humana, y muy especialmente la raza de los que frecuentan la milonga, se debate entre dos miedos igualmente aterradores: el miedo a la soledad y el miedo al compromiso.
Bailar tango es un deporte de riesgo. En cualquier momento se puede pasar del placer al temor y del temor al pánico. Ya en los preparativos comienzan las preocupaciones: si se eligió bien la ropa, si habrá con quien bailar. Una vez en la milonga los temores comienzan a tomar cuerpo: si la elegida estará disponible o esta noche se hace la indiferente, si ella conseguirá bailar con el que todas codician. Con distintos disfraces, los miedos de los hombres se resumen en el miedo a rebotar129, los de las mujeres en el miedo a planchar.
Pero al comenzar a frecuentar las milongas se hacen evidentes los verdaderos miedos. La milonga es el refugio perfecto para los que oscilan entre dos miedos contradictorios e igualmente intensos: el miedo a la soledad y el miedo al compromiso.
Se alejó de su familia, de sus amigos o está en crisis de pareja. El que va a la milonga sabe que nunca va a estar solo. De noche, de tarde o de madrugada, sabe que hay siempre un lugar abierto en donde sentirse acompañado. Siempre encontrará una mesa de amigos o una silla en la mesa de un extraño. Lo acompañarán la música, las copas y los compañeros de baile.
Sin embargo, basta que se enganche con alguien para que empiece a añorar su autonomía, a mirar con codicia a todos los otros, las otras.
Por eso las parejas que se forman en la milonga intentan todo tipo de pactos y contratos, siempre extravagantes e imposibles de cumplir, tratando de conciliar libertad y compromiso.
Prueban ir a diferentes milongas, se sientan en mesas separadas, se sientan juntos pero bailan con otros. Se ponen cuotas: dos o tres por noche, sólo cuatro tandas con otro. Ella lo obliga a excluir a algunas mujeres, él le reclama cuando cierra los ojos o se apila demasiado. Otros van en grupo y bailan sólo con los de la misma mesa. Bailan juntos pero se van cada uno por su lado, bailan con todos pero se van juntos.
Entre el hombre y la mujer el tira y afloje es permanente. Cuando él quiere compromiso ella defiende su independencia, cuando ella se pone posesiva él sale huyendo. Delicado equilibrio en el que cada uno quiere comprometer sin comprometerse, ser libre sin dar libertad.
El día dramático suele ser el sábado, tradicionalmente día en que van a bailar las parejas. Si se va solo se corre el riesgo de sentirse un paria. Para los que no están en pareja las opciones son invitar a alguien o aceptar una invitación. El problema es que se crea un lazo que va a comenzar a pesar a medida que transcurre la semana, porque, como todos saben, estar atado un viernes es casi tan duro como estar solo un sábado.
Afortunadamente la milonga siempre está allí, descarada y excitante como una amante, comprensiva y acogedora como una madre. Siempre se puede volver cuando la soledad apremia, siempre queda la opción de huir cuando la situación se pone exigente.
Crucero del amor en dos por cuatro, estar en la milonga es uno de los modos posibles de navegar entre dos miedos, sin naufragar en la soledad ni quedar anclado al compromiso.

jueves, 15 de abril de 2010

Poetas de las baldosas y el parquet

Por Sonia Abadi.

Agazapado, maniatado, domesticado durante largas horas detrás del volante, el escritorio o el mostrador, él llega a la milonga a descomprimirse, explayarse, expresarse. Es su oportunidad de ser único, de romper con las reglas del rebaño.
Corriendo todo el día detrás de los hijos, los hombres, el carrito del supermercado, el mango, y la tan pregonada emancipación, ella encuentra en el baile el tiempo de soñar, de entregarse, de ponerse en manos del otro y no tener que hacerse cargo por un rato de tomar sus propias decisiones. Acunada, amparada y guiada renuncia impunemente al mandato de ser independiente.
Pero a la vez adquiere nuevos derechos: sentarse sola, mirar sin rodeos al hombre con quien quiere bailar, abrazarse a un desconocido, y a otro, y a otro...
Allí en la milonga hombre y mujer escribirán su novela, que expresa la medida de su prisión cotidiana y la inmensidad de su sueño de libertad.
Por horas o minutos él podrá ser artista: dibujar el parquet con invisible fileteado, hacer vibrar los cuerpos como instrumentos musicales, o declamar ese verso que le llevó años perfeccionar hasta hacerlo tan sintético que encajara justo en los escasos segundos que hay entre tango y tango. Aunque nunca falta el incontinente que relata su soneto ¿o sanata? durante toda la tanda.
Pero el texto principal, el arte efímero escrito en la pizarra de la pista, es el baile mismo.
“Los pasos de tango son como las letras del abecedario con las que cada bailarín escribe su propio poema”, se cansan de repetir los maestros a los que quieren aprender secuencias de memoria, copiar pasos, imitar estilos.
Hay bailarines parcos, de texto breve y conciso, despojado y austero. Sólo el sentimiento, la calidad del abrazo y el modo de llevar el compás los rescatan de la monotonía. Algunos que deslumbran con la destreza de su fraseo. Otros tan floridos que empalagan. Ni hablar de los inexpertos que bailan un monólogo de memoria, no saben marcar y cuando ella no los puede seguir le dicen con expresión sabihonda: “Este paso no te lo sabías, ¿no?”
La poesía de las mujeres merece un capítulo aparte. Se supone que se dejan llevar. Aunque algunas se resisten, no se sabe si por recato o en un arranque de inoportuno feminismo. Otras van a remolque con una pasividad que más que entrega parece resignación.
Están también las que sin perder el diálogo imprimen al baile su propia energía, estrenando un adorno cada tanto, jugando sutilmente con las distancias y los gestos. Entregan al piso cómplice las caricias que no se atreven a brindarle al hombre. A él le toca descifrar el mensaje.
Y este milagro de creatividad se renueva y se multiplica en cada pareja, con cada tango, en una literatura de textos inéditos e irrepetibles.
El porteño es experto en improvisar, cómo llegar a fin de mes, cómo cruzar una calle sin semáforo, cómo encarar los mil y un problemas cotidianos en que lo único seguro es la incertidumbre. “Yo me mando, ya se me va a ocurrir cómo resolverlo”, parece ser su lema tanto en la vida como en el tango.
Así, el antiguo arte del payador, el renovado arte del milonguero, y el arte de vivir cada día en la Argentina tienen algo en común: el sublime talento de la improvisación.

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