Por Sonia Abadi
La especie humana, y muy especialmente la raza de los que frecuentan la milonga, se debate entre dos miedos igualmente aterradores: el miedo a la soledad y el miedo al compromiso.
Bailar tango es un deporte de riesgo. En cualquier momento se puede pasar del placer al temor y del temor al pánico. Ya en los preparativos comienzan las preocupaciones: si se eligió bien la ropa, si habrá con quien bailar. Una vez en la milonga los temores comienzan a tomar cuerpo: si la elegida estará disponible o esta noche se hace la indiferente, si ella conseguirá bailar con el que todas codician. Con distintos disfraces, los miedos de los hombres se resumen en el miedo a rebotar129, los de las mujeres en el miedo a planchar.
Pero al comenzar a frecuentar las milongas se hacen evidentes los verdaderos miedos. La milonga es el refugio perfecto para los que oscilan entre dos miedos contradictorios e igualmente intensos: el miedo a la soledad y el miedo al compromiso.
Se alejó de su familia, de sus amigos o está en crisis de pareja. El que va a la milonga sabe que nunca va a estar solo. De noche, de tarde o de madrugada, sabe que hay siempre un lugar abierto en donde sentirse acompañado. Siempre encontrará una mesa de amigos o una silla en la mesa de un extraño. Lo acompañarán la música, las copas y los compañeros de baile.
Sin embargo, basta que se enganche con alguien para que empiece a añorar su autonomía, a mirar con codicia a todos los otros, las otras.
Por eso las parejas que se forman en la milonga intentan todo tipo de pactos y contratos, siempre extravagantes e imposibles de cumplir, tratando de conciliar libertad y compromiso.
Prueban ir a diferentes milongas, se sientan en mesas separadas, se sientan juntos pero bailan con otros. Se ponen cuotas: dos o tres por noche, sólo cuatro tandas con otro. Ella lo obliga a excluir a algunas mujeres, él le reclama cuando cierra los ojos o se apila demasiado. Otros van en grupo y bailan sólo con los de la misma mesa. Bailan juntos pero se van cada uno por su lado, bailan con todos pero se van juntos.
Entre el hombre y la mujer el tira y afloje es permanente. Cuando él quiere compromiso ella defiende su independencia, cuando ella se pone posesiva él sale huyendo. Delicado equilibrio en el que cada uno quiere comprometer sin comprometerse, ser libre sin dar libertad.
El día dramático suele ser el sábado, tradicionalmente día en que van a bailar las parejas. Si se va solo se corre el riesgo de sentirse un paria. Para los que no están en pareja las opciones son invitar a alguien o aceptar una invitación. El problema es que se crea un lazo que va a comenzar a pesar a medida que transcurre la semana, porque, como todos saben, estar atado un viernes es casi tan duro como estar solo un sábado.
Afortunadamente la milonga siempre está allí, descarada y excitante como una amante, comprensiva y acogedora como una madre. Siempre se puede volver cuando la soledad apremia, siempre queda la opción de huir cuando la situación se pone exigente.
Crucero del amor en dos por cuatro, estar en la milonga es uno de los modos posibles de navegar entre dos miedos, sin naufragar en la soledad ni quedar anclado al compromiso.