Por Sonia Abadi.
Agazapado, maniatado, domesticado durante largas horas detrás del volante, el escritorio o el mostrador, él llega a la milonga a descomprimirse, explayarse, expresarse. Es su oportunidad de ser único, de romper con las reglas del rebaño.
Corriendo todo el día detrás de los hijos, los hombres, el carrito del supermercado, el mango, y la tan pregonada emancipación, ella encuentra en el baile el tiempo de soñar, de entregarse, de ponerse en manos del otro y no tener que hacerse cargo por un rato de tomar sus propias decisiones. Acunada, amparada y guiada renuncia impunemente al mandato de ser independiente.
Pero a la vez adquiere nuevos derechos: sentarse sola, mirar sin rodeos al hombre con quien quiere bailar, abrazarse a un desconocido, y a otro, y a otro...
Allí en la milonga hombre y mujer escribirán su novela, que expresa la medida de su prisión cotidiana y la inmensidad de su sueño de libertad.
Por horas o minutos él podrá ser artista: dibujar el parquet con invisible fileteado, hacer vibrar los cuerpos como instrumentos musicales, o declamar ese verso que le llevó años perfeccionar hasta hacerlo tan sintético que encajara justo en los escasos segundos que hay entre tango y tango. Aunque nunca falta el incontinente que relata su soneto ¿o sanata? durante toda la tanda.
Pero el texto principal, el arte efímero escrito en la pizarra de la pista, es el baile mismo.
“Los pasos de tango son como las letras del abecedario con las que cada bailarín escribe su propio poema”, se cansan de repetir los maestros a los que quieren aprender secuencias de memoria, copiar pasos, imitar estilos.
Hay bailarines parcos, de texto breve y conciso, despojado y austero. Sólo el sentimiento, la calidad del abrazo y el modo de llevar el compás los rescatan de la monotonía. Algunos que deslumbran con la destreza de su fraseo. Otros tan floridos que empalagan. Ni hablar de los inexpertos que bailan un monólogo de memoria, no saben marcar y cuando ella no los puede seguir le dicen con expresión sabihonda: “Este paso no te lo sabías, ¿no?”
La poesía de las mujeres merece un capítulo aparte. Se supone que se dejan llevar. Aunque algunas se resisten, no se sabe si por recato o en un arranque de inoportuno feminismo. Otras van a remolque con una pasividad que más que entrega parece resignación.
Están también las que sin perder el diálogo imprimen al baile su propia energía, estrenando un adorno cada tanto, jugando sutilmente con las distancias y los gestos. Entregan al piso cómplice las caricias que no se atreven a brindarle al hombre. A él le toca descifrar el mensaje.
Y este milagro de creatividad se renueva y se multiplica en cada pareja, con cada tango, en una literatura de textos inéditos e irrepetibles.
El porteño es experto en improvisar, cómo llegar a fin de mes, cómo cruzar una calle sin semáforo, cómo encarar los mil y un problemas cotidianos en que lo único seguro es la incertidumbre. “Yo me mando, ya se me va a ocurrir cómo resolverlo”, parece ser su lema tanto en la vida como en el tango.
Así, el antiguo arte del payador, el renovado arte del milonguero, y el arte de vivir cada día en la Argentina tienen algo en común: el sublime talento de la improvisación.