Por Sonia Abadi.
Milongueros y milongueras, tangueros y tangueras disfrutan de un bien merecido, aunque tardío reconocimiento. Saber bailar, saber de tangos, conocer esa historia no oficial del país que cuentan las letras de tango, hoy es un privilegio.
Están los que hace pocos años se encontraron con el tango y lo cultivan en milongas y peñas. Discretos, no confiesan su pasión secreta. O enfrentan la resistencia pasiva de sus amigos, cuando intentan compartir su recién nacido berretín. ¿Cómo anda el tango? le preguntan, disimulando el tono levemente burlón.
Hoy se invirtieron las cosas y lo que estaba oculto es buscado y valorado. Esos mismos amigos, después de años de desprecio o indiferencia, se despertaron. Ven que se hacen festivales, se publican revistas, y ya no quieren quedarse afuera.
Piden ayuda a los expertos: “tengo que llevar a unos tipos de la empresa que quieren conocer una milonga, vos que sabés acompañame.”
O la amiga intelectual que decía: “Piazzolla139 está bien, lo escuchan en todo el mundo, pero, ¿bailar?”, ahora pide referencias para ir a tomar clases con su marido, con la aclaración de que no le recomienden un lugar demasiado destartalado o un barrio inseguro...
Los consultan porque la barra del country quiere contratar un profe para los sábados. O porque vinieron unas chicas alemanas de intercambio cultural y lo primero que piden es ir a una milonga.
Empiezan a intuir que se están perdiendo algo. Diversión, intensidad, arraigo, ese juego al que no saben jugar, ese jardín secreto al cual no tienen acceso.
Además si sus amigos serios e importantes lo bailan, lo
escuchan, lo cantan, algo debe haber, aunque aún no sepan bien qué.
Pero sí ven el efecto en sus vidas. Como si estuvieran viviendo un romance, les brillan los ojos, tararean bajito, llenos de música y de abrazos, de emociones nuevas. Aunque a veces aparecen ojerosos o descuidan sus obligaciones. Pero el amor es así, absorbente. Se van del laburo con la bolsita de los zapatos o la carpeta de canto. Se desactualizan en cine, teatro, lecturas.
Siguiendo su ejemplo, alguno tímidamente se decide a dar el paso. Y le llega la revelación: no sólo por lo que ve o adivina, sino por lo que empieza a descubrir en sí mismo. Todavía indeciso acerca de su elección, si alguien se sube a su auto corre el dial de la dos por cuatro a la rock and pop, con cara de haber sido sorprendido in fraganti.
“¿Te gusta el tango? ¡Qué antigua!” Le decía el rockero a su amiga de la infancia. Hoy, jóvenes que cantaban rock o bailaban en las discotecas, saben de orquestas, ritmos e historias del pasado.
Del barro al asfalto, del patio al escenario, del arrabal a Europa, ida y vuelta, drama del tango que se repite a lo largo de toda su historia “... nacido en el suburbio y que hoy reina en todo el mundo...”. Fuerza y pasión, lo echan por la puerta y entra por la ventana.
Muchos circulan por las milongas y bailan por gusto desde hace cuarenta años. Cada tanto un instante de gloria con un aplauso, un mango o simplemente una conquista amorosa. Hoy algunos tienen su revancha: dan clases, se subieron al escenario, o están de gira por Europa.
¡Milongueros! Decían los vecinos con tono de censura. Can-tores y poetas, trasnochadores y encopados, bohemios y simpáticos atorrantes. Y sin embargo fueron ellos los que mantuvieron encendida la llama sagrada, a pesar de las contras, dedicándole amor, tiempo y devoción, regalándonos el tango para hacer con él nuestra identidad.